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Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra

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HOMILÍA
XIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Ciclo A
Zac 9, 9-10; Rom 8, 9. 11-13; Mt 11, 25-30.

«Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra» (Mt 11, 25).

 

In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maaya, kin tsikike’ex yéetel ya’abach ki’imak óolal. Bejla’e’ u T’aan Ki’ichkelem Yúume’ ku yéesik u tsikba’al t’aan Zacarías ti’ jun túul ajawil óotsil u ti’al Jerusalén, yéetel te’ Ma’alob Péektsilo’ Jesús ku yéeskuba’ bey p’éel puksi’ikal súuk yéetel óotsil, yéetel táan u t’aan óoltik u Taata’i’ Ka’an tumen tu yéeyaj óotsil máako’ob.

 

Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este domingo décimo cuarto del Tiempo Ordinario.

El pasado lunes 3 de julio nos reunimos, en el ITESO de Guadalajara, un grupo de obispos, junto con algunos empresarios, para dialogar sobre la urgencia de construir la paz y la justicia en México. Entre otras cosas mencionamos que la tarea es de todos los mexicanos y de los diversos sectores de la sociedad. De nuevo en septiembre, Dios mediante, tendremos en Puebla diálogos con otros grupos sobre la misma urgencia de paz, justicia y reconciliación.

En mi intervención en este encuentro yo les recordaba a los participantes las palabras del Papa Francisco en la Encíclica Fratelli Tutti, donde dice que ayudar a los pobres debe permitirles una vida digna a través del trabajo; no existe peor pobreza que la que priva del trabajo y de la dignidad (cfr. FT 162). Hay que superar la idea de políticas sociales hacia los pobres, pero sin los pobres (cfr. FT 169). La verdadera promoción de los pobres es un servicio a la paz, a la justicia y a la reconciliación. Ahora bien, a veces confundimos a los pobres con los humildes, pero no es lo mismo. El Hijo de Dios es el ejemplo máximo de humildad, que lo llevó a la plena y total solidaridad con todos los hombres y mujeres, desde el lado de los pobres de este mundo.

Hoy, en la primera lectura, el profeta Zacarías anunciaba algo del futuro Mesías, que de hecho se cumplió cabalmente el día de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, la cual fue su última entrada, y que, mientras la multitud lo aclamaba, Jesús llevaba en su mente y en su corazón la pasión que le esperaba en unos días más en la Ciudad Santa. El profeta escribió: «Alégrate sobremanera, hija de Sion; da gritos de júbilo, hija de Jerusalén; mira a tu rey que viene a ti, justo y victorioso, humilde y montado en un burrito» (Zac 9, 9). Tengamos en cuenta que este texto fue escrito en el siglo IV antes de Cristo.

En el santo evangelio de hoy, según san Mateo, Jesús se declara manso y humilde de corazón, como modelo de humildad, es decir, de quien se puede aprender. Eso nos debe enseñar que la humildad no consiste en negar nuestras cualidades, sino en ponerlas con sencillez al servicio de los demás. En ningún otro hombre tiene más valor la humildad, porque si hay alguien en la historia que tenga de qué gloriarse, es el Dios hecho hombre. Pero como dice san Pablo en su Carta a los Filipenses, que Jesús «en su condición de ser humano se humilló a sí mismo hasta la muerte por obediencia, ¡y una muerte de cruz!» (Fil 2, 7c-8).

Ya era suficiente humildad tomar nuestra naturaleza; ya era suficiente humildad nacer en Belén; ya era suficiente humildad vivir en un pueblo pobre como Nazaret, sin embargo, él llegó hasta el extremo en la humildad. El texto del evangelio de hoy nos habla de la humildad del Hijo sometido al Padre, cuando le dice: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra» (Mt 11, 25). Por ahí comienza la verdadera humildad, por reconocerle al otro sus cualidades. La soberbia nos puede enceguecer y no permitirnos ver el valor y los méritos de los demás. La humildad construye la paz.

El motivo de la alabanza de Jesús a su Padre, es porque escondió estas cosas, es decir, las verdades del Reino, a los sabios y entendidos, y las reveló a la gente sencilla. Para entender este versículo 25 en su justa dimensión, recordemos que hay muchos santos sabios como san Agustín obispo, como santo Tomás de Aquino, y todos los Doctores de la Iglesia. La nueva Biblia de la Iglesia en América, traduce: «A los sabios y astutos». Así es que Jesús se refiere a los que se creen sabios, que ya no pueden aprender nada de nadie, que no haya estudiado al menos lo mismo que ellos. La soberbia de la inteligencia hace que la gente se cierre a las verdades del Reino de Dios. El verdadero sabio, al estilo de Sócrates, debería decir como él: «Yo sólo sé que no se nada».

Así que este pasaje no es una justificación para la ignorancia de las cosas de Dios. Todos los que tengan oportunidad de formarse en el estudio de la Biblia o de cualquier otra ciencia religiosa, deberían aprovechar la oportunidad, para el crecimiento propio y para comunicar mejor a los demás, con sencillez, las verdades del Reino. Recordemos que Jesús nos trae un reino de amor, de verdad, de justicia y de paz.

Aceptemos la invitación de Cristo que nos dice: «Vengan a mí, todos los que estén fatigados y agobiados por la carga, y yo les daré alivio» (Mt 11, 28), pues todos tenemos alguna necesidad de buscar ese consuelo. Se notará fácilmente quienes hayan aceptado esta invitación de Cristo, porque los veremos tranquilos y felices, en medio de la pobreza, la enfermedad, la pérdida del trabajo o cualquier sufrimiento, pues todo eso lo habrán transformado en el yugo suave y la carga ligera que Cristo les ha ofrecido. Junto a Jesús, todos los heridos de nuestra sociedad estarán dispuestos al perdón necesario para la paz.

Eso de aprender a «ser manso y humilde de corazón», es una frase que muchos conocen sin haber leído el Evangelio, y que nulifican haciendo broma con la palabra «manso». La mansedumbre de corazón es la de aquellas personas que ni desean ni le hacen mal a nadie, y que ni siquiera buscan la venganza. Cuántos horribles crímenes acontecen, como la matanza de veintiséis personas en Irapuato, donde los criminales se sienten con derecho a asesinar a quien se oponga a su negocio ilícito. La verdadera mansedumbre llevará a tratar de hacer el bien a quien se pueda. De un corazón manso y humilde sale lo mejor del ser humano, mientras que, de un corazón violento y soberbio, sale lo peor. También la mansedumbre construye la paz.

San Pablo, en el texto de la Carta a los Romanos del día de hoy, nos llama a no vivir «conforme al desorden egoísta del hombre, sino conforme al Espíritu» (Rom 8, 9). Cual más cual menos, todos tenemos ideas o pensamientos egoístas, aunque sea en forma ligera y pasajera. De nosotros depende tener la intención de poner freno oportuno a esos deseos que son inconvenientes para nosotros mismos o para otros. Las personas buenas están vivas y por su mente pasan miles de deseos egoístas, pero al dejarse conducir por el Espíritu, van poniendo freno oportuno a esos pensamientos y sentimientos, dando al contrario, cauce a todos las buenas intenciones y sentimientos, que están también a nuestro alcance.

Nadie nos obliga al mal o al bien. El Espíritu nos sugiere, como un viento suave, cuál es la dirección en la que debemos movernos. Por eso dice san Pablo: «Por lo tanto, hermanos, no estamos sujetos al desorden egoísta del hombre, para hacer de ese desorden nuestra regla de conducta» (Rom 8, 12). Esto supone una vigilancia constante, para mantenernos en la línea de lo que le agrada a Dios y de lo que le sirve a nuestro prójimo de parte nuestra. El egoísmo también trasciende al desorden económico de este mundo: vencer el egoísmo de muchos, nos lleva a pensar en los demás, especialmente en los pobres y, por lo tanto, a edificar la paz.

María, Reina de la paz, ruega por nosotros y acompáñanos en la construcción de la paz en México y en el mundo.

Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!

 

+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán