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Preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos

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HOMILÍA
II DOMINGO DE ADVIENTO
Ciclo B
Is 40, 1-5. 9-11; 2 Pe 3, 8-14; Mc 1, 1-8.

«Preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos» (Mc 1, 3).

 

In láake’ex ka t’aane’ex ich maaya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Ti’ le ka’ape’el domingo ti’ Adviento taan wiilik ti’e Ma’alob Péektsiló Juan Bautista, tu’ux ku ya’alik ka’a páajte’ yéetel ki’imak óolal u síijil Mesías. Ko’one’ex k’amik yaax ichil puktsi’ik’al beyo beetik junp’eel pesebre tí u Paal Yuumtsil. Ti’e k’iino’oba Adviento yaan u k’iinbesa’al Ko’olebil María, lelá ku beetik kaambal tí Lety: ts’o’ok k’iinbesik Inmaculada Concepción, yaan k’iinbesik Guadalupana ku ts’o’okole’ Ko’olebil Ntra. Sra. de la Expectación.

 

Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor en este segundo domingo del santo tiempo de Adviento.

Durante este tiempo de Adviento concurren algunas fiestas marianas, que de ninguna manera distraen nuestra celebración en la espera del Señor. De hecho, nadie mejor que María esperó al Señor en el pueblo judío. Por algo la eligió el Señor para semejante misión. Además, María también fue esperada junto al Mesías, según aparece en las profecías: «Pondré enemistad entre ti y la Mujer, entre tu descendencia y su descendencia» (Gn 3, 15); «He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo» (Is 7, 14); «Él nos abandonará hasta que dé a luz la que ha de dar a luz» (Mi 5, 3). Los nueve meses de su embarazo significan el mejor y más grande adviento de la historia.

El pasado viernes 8 de diciembre, celebramos la Inmaculada Concepción de María, llamada en otros lugares la Purísima Concepción de María. Esta fiesta enseña la fe del Pueblo de Dios, que sabe que fue María preservada de la mancha del pecado original, en vista a los méritos de Cristo en la Cruz, como preparación para ser ese «Vaso de elección», esa «Arca de la Alianza» que es María santísima.

El 12 de diciembre de 1531 la Virgen en el Tepeyac, vino a consolidar la obra evangelizadora en México, y luego en cada país de América. Después de las apariciones, en pocos años vinieron hasta diez millones de indígenas de todo el centro de México a recibir el santo Bautismo.

En el año 656, durante el concilio de Toledo, se instituyó en España la fiesta de «Ntra. Sra. de la Expectación del Parto y Virgen de la esperanza», el 18 de diciembre, fiesta que todavía en la actualidad celebran muchos pueblos en México y en toda Latinoamérica.

María, pues, Madre de nuestra esperanza, nos acompaña en la esperanza para esta Navidad, así como para todo el resto de nuestra vida personal y eclesial.

La Palabra de Dios en este segundo domingo de Adviento nos presenta a san Juan Bautista, anunciado en el libro del profeta Isaías en la primera lectura, apareciendo también en el evangelio de san Marcos como «la voz que clama en el desierto», como el mensajero que Dios ha enviado a preparar el camino del Mesías. Ese es el contenido del mensaje del Bautista: «Preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos» (Mc 1, 3).

Al igual que toda la Palabra de Dios, cada tiempo litúrgico es para nosotros los cristianos un llamado al cambio de vida, a la conversión. Pensar que la Navidad está cerca, es ocasión para enderezar nuestro sendero, para que el Niño venga al pesebre de nuestro corazón. Espiritualmente no sirve de nada gastar el aguinaldo en fiestas y regalos, si no preparamos su camino, si no cambiamos lo que el Señor espera que cambiemos.

El Bautista, vestido con piel de camello, ceñido con un cinturón de cuero y alimentándose con saltamontes y miel silvestre, es un reclamo a lo superfluo de una vida dada a la búsqueda de satisfactores materiales, en un consumismo desenfrenado. La figura de Juan nos prepara a encontrar al Niño Dios en la más grande miseria, recostado en un pesebre, dándonos la riqueza más grande que pueda existir con su Encarnación. Su manera de vestir y su alimento no es el estilo de una vida «hippie», sino la manifestación externa de la más profunda humildad y grandeza de espíritu, expresada en su confesión, cuando la gente pensaba que tal vez él fuera el Mesías, a lo que él afirmaba: «Ya viene detrás de mí uno que es más poderoso que yo, uno ante quien no merezco ni siquiera inclinarme para desatar la correa de sus sandalias» (Mc 1, 7).

Por otra parte, la predicación de Juan contiene para nosotros una explicación maravillosa de lo que es nuestro Bautismo, pues afirmaba que él bautizaba con agua, mientras que el Mesías nos bautizaría con el Espíritu Santo. El agua material del sacramento que cayó sobre tu cabeza en la pila bautismal se secó de inmediato, pero el agua viva del Espíritu Santo permanece junto a ti, para purificarte siempre que lo busques; para vivificarte y hacerte volver a la vida de la gracia si caes en pecado; para saciar tu sed que nada ni nadie puede saciar; para refrescar tu vida cristiana y tu compromiso de seguir al Señor.

Cuántos pobres están en este mundo, cuántos enfermos, cuántos migrantes, cuántos presos, cuántos pecadores, que en apariencia se ven felices, pero que sólo ellos saben lo que traen por dentro. Cuántos son los que necesitan escuchar las palabras que el Señor nos dirige en la lectura de hoy del profeta Isaías: «Consuelen, consuelen a mi pueblo, dice nuestro Dios. Hablen al corazón de Jerusalén y díganle a gritos que ya terminó el tiempo de su servidumbre… Aquí está su Dios… Como pastor apacentará su rebaño; llevará en sus brazos a los corderitos recién nacidos y atenderá solícito a las madres» (Is 40, 1-2. 9. 11). Cuántos como tú tal vez puedan cumplir con esa misión que ahora el Señor nos encomienda: «Consuelen, consuelen a mi pueblo», todos los bautizados podemos brindar esa buena noticia.

San Pedro en la segunda lectura, tomada de su Segunda Carta, nos invita a tener paciencia en la espera del Señor, pues para Él «un día es como mil años y mil años, como un día» (2 Pe 3, 8). El tiempo que pasa hemos de tomarlo como la oportunidad misericordiosa de Dios para que nos arrepintamos. También dice que nosotros esperamos que venga, junto al Señor, «un nuevo cielo y una nueva tierra» (2 Pe 3, 13).

Para que nuestra espera sea verdadera esperanza, pienso que debemos comprometernos en purificar nuestro espacio y nuestra tierra de toda la contaminación en que la hemos sumido por un consumo irrazonable. Servir al cuidado y rescate del medio ambiente es servir a los más pobres que sufren más las consecuencias de la contaminación, y servir al mismo tiempo, a las futuras generaciones. Esto será parte de la respuesta que san Pedro nos propone: «Pongan todo su empeño en que el Señor los halle en paz con Él, sin mancha ni reproche» (2 Pe 3, 14).

Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!

 

+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán