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Yo soy al resurrección y la vida

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HOMILÍA
V DOMINGO DE CUARESMA
Ciclo A
Ez 37, 12-14; Rom 8, 8-11; Jn 11, 1-45.

«Yo soy al resurrección y la vida» (Jn 11, 25).

 

In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. U laak’ semana domingo de Ramos, le Evangelio bejla’e’ ku ya’alik to’on bix ka’a púupkuxtal Lázaro. Ya’ab máako’ob ku oksaoltiko’ob yéetel ku páajtiko’ob le ka’apúutkuxtalo’, chen ba’ale’ yáax juntu’ul ko’ole’ ku ye’esik u oksaoltik Jesús tumen tu ye’esaj le ka’akuxtalo’. Ka’a tu beetal le chikulal, Jesús u yoojel tiolal le baalobá yaan u kaxta’al u ti’al kiimsá.

 

Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre en este quinto domingo del santo Tiempo de Cuaresma.

En tiempos del profeta Ezequiel la fe de Israel no miraba más allá de las fronteras de este mundo, en el pasaje que escuchamos en la primera lectura, el profeta se expresa en términos de muerte y resurrección, comparando el destierro con el estar muertos en vida, y el país donde se encuentran, como su sepultura, de donde el Señor los sacará. Poco a poco, al paso de los siglos, se fue fortaleciendo en Israel la convicción de que tendría que haber resurrección de entre los muertos, para luego ir interpretando en sentido cada vez más literal las palabras del profeta que decía: «Pueblo mío, yo mismo abriré sus sepulcros, los haré salir de ellos… les infundiré mi espíritu y vivirán» (Ez 37, 13-14).

Aunque los profetas ya lo habían anunciado en forma misteriosa, hacia el siglo segundo antes de Cristo sólo una parte del pueblo judío creía y esperaba en la resurrección de los muertos. Entre el grupo llamado de los «esenios», que eran rigurosos cumplidores de la ley, hubo algunos hombres y mujeres que se guardaban en virginidad, porque querían manifestar su fe firme en que habían de resucitar de entre los muertos, y que no necesitaban engendrar hijos para prolongarse en la vida, pues ellos mismos tendrían vida eterna para gozar en la presencia del Señor para siempre.

Hoy, con el salmo responsorial, tomado del Salmo 129, nos dirigimos al Señor diciéndole: «Perdónanos, Señor, y viviremos». No cabe duda de que, al ver amenazada la salud de nuestros cuerpos, podemos recordar que somos también espíritu, y que nuestro espíritu también necesita vivir. Podemos retomar nuestra conciencia de pecado y acercarnos al Señor confiados en su misericordia. Si hemos de morir, que sea en amistad de Dios, pero si vamos a continuar viviendo en este mundo por un poco más de tiempo, que sea con una vida nueva, más llena de Dios, más fraterna, justa y solidaria con nuestros hermanos.

En la segunda lectura, tomada de la Carta de san Pablo a los Romanos, el apóstol garantiza a aquellos cristianos, y también a nosotros, los cristianos de hoy, que a quienes lleven una vida ordenada y según Dios, el Espíritu de Dios vivirá en ellos. Fijémonos que, en el texto de Ezequiel, la palabra «espíritu» se escribió con minúscula, y ahora san Pablo la escribe con mayúscula, porque ya los cristianos conocemos el misterio de la Santísima Trinidad, y sabemos que una vida ordenada es siempre una manifestación de la presencia del Espíritu Santo. La gran promesa y certeza para quien vive según el Espíritu de Dios es esta: «El Padre, que resucitó a Jesús de entre los muertos, también les dará vida a sus cuerpos mortales, por obra del Espíritu, que habita en ustedes» (Rom 8, 11).

Las dos lecturas y el salmo preparan muy bien el camino para el maravilloso pasaje del santo Evangelio según san Juan en donde se narra la resurrección de Lázaro. Según dice el texto, Jesús sentía un gran afecto por sus amigos Lázaro, Marta y María, lo cual nos habla de que Jesús tenía un corazón auténticamente humano. Sin embargo, aunque le avisaron de que su amigo Lázaro estaba enfermo, no fue a verlo sino hasta dos días después, y se quedó atendiendo a la gente con la que estaba. Permitirnos los afectos de nuestros familiares y amigos nos humaniza, pero la razón, el deber y la responsabilidad están muchas veces por encima de los afectos.

Cuando Jesús decide ir a ver a Lázaro, no se detiene ante la amenaza de que lo puedan atacar de nuevo, según le recuerdan los discípulos: «Maestro, hace poco que los judíos querían apedrearte» (Jn 11, 8). Les anuncia además que Lázaro ha muerto, y que él va ahora a «despertarlo». Nuestra muerte será entrar en un sueño del que Cristo nos despertará. Ese concepto de la muerte se obtiene con la fe madura y total en Jesús.

La experiencia de la muerte de un ser querido es muy fuerte. Muchos experimentan la ausencia de Dios, como Cristo en la cruz, quien recitó las palabras del Salmo 22: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mt 27, 47)». Martha, la hermana de Lázaro recibe a Jesús con ese reproche, lo cual a Jesús le debe haber dolido en verdad: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano» (Jn 11, 21). Más tarde, María le volvería a hacer el mismo reclamo. Sin embargo, el reproche de Marta fue atenuado por su acto de fe al decir: «Pero aún ahora estoy segura de que Dios te concederá cuanto le pidas» (Jn 11, 22). Esto significa una plena confianza en el poder intercesor de Jesús.

Jesús le afirma a Marta que su hermano resucitará, aunque ella ya sabe esto y lo cree. Lo que será nuevo y original en la historia de la humanidad, es creer de manera absoluta en Cristo, quien le dice a Marta: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo aquel que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre». ¿Crees tú esto?» (Jn 11, 25-26).

Marta es la primera persona en el mundo que hace una categórica confesión de fe absoluta en Jesús y en su poder de dar la vida; y esta confesión es aún más meritoria, porque la hace cuando su hermano lleva ya cuatro días en el sepulcro, que es cuando le declara a Jesús: «Sí, Señor, Creo firmemente que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo» (Jn 11, 27).

A pesar de esta fe, Marta no estaba pensando realmente que Jesús fuera a resucitar a su hermano, por eso cuando él ordenó que quitaran la loza del sepulcro, ella replicó: «Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días» (Jn 11, 39). Ella, sin el milagro, ya había creído.

Todos habían visto a Jesús llorar mientras se encaminaba al sepulcro de Lázaro, por lo que nadie esperaba realmente aquello que sucedió. Ese milagro sirvió para fortalecer la fe de muchos de los ahí presentes. La resurrección de Lázaro no era para que tuviera vida eterna, sino sólo para vivir algunos años más sobre la tierra, siendo así una prueba más del poder divino del Mesías. Llorar ante la muerte de un ser querido no es falta de fe, sino la expresión de un dolor que puede ser ofrecido al Señor.

La resurrección de Lázaro, siendo seguramente una persona conocida y respetada en Jerusalén, apresuró la pasión y muerte de Jesús, porque sus enemigos vieron como un gran peligro que, a causa de este gran milagro, muchos creyeran en Jesús. Incluso algunos pensaron también en asesinar a Lázaro. Jesús fue muy consciente de su riesgo y lo tomó con la decisión de abrazar la cruz, pues sin muerte no hay resurrección. Si tomamos todos los riesgos que se nos presentan ante nuestra elección de obrar conforme a la voluntad de Dios, nunca nos vamos a arrepentir de la decisión tomada.

Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!

 

+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán